Cuarenta leguas por cantabria

Al entrar en Santillana parece que se sale del mundo. Es aquella una entrada que dice: «No entres». El camino mismo, al ver de cerca la principal calle de la antiquísima villa, tuerce a la izquierda y se escurre por junto a las tapias del Palacio de Casa Mena, marchando en busca de los alegres caseríos de Alfoz de Lloredo. El telégrafo, que ha venido desde Torrelavega, por Puente San Miguel y Vispieres, en busca de lugares animados y vividores, desde el momento que acierta a ver las calles de Santillana da también media vuelta y se va por donde fue el camino. Locomotoras jamás se vieron ni oyeron en aquellos sitios encantados. El mar, que es el mejor y más generoso amigo de la hermosa Cantabria, a quien da por tributo deliciosa frescura y fácil camino para el comercio; el mar de quien Santillana toma su apellido, como la esposa recibe el del esposo, no se digna mirarla ni tampoco dejarse ver de ella. Jamás ha pensado hacerle el obsequio de un puertecillo, que en otras partes tanto prodiga; y si por misericordia le concede la playa de Ubiarco, las aviesas colinas que mantienen tierra adentro a la desgraciada villa no le permiten hacer uso de aquel mezquino desahogo. Contra Santillana se conjura todo: los cerros que la aplastan, las nubes que la mojan, el mar que la desprecia, los senderos que de ella huyen, el telégrafo que la mira y pasa, el comercio que no la conoce, la moda que jamás se ha dignado dirigirle su graciosa sonrisa.

El viajero no ve a Santillana sino cuando está en ella. Desde el momento que sale la pierde de vista. No puede concebirse un pueblo más arrinconado, más distante de las ordinarias rutas de la vida comercial y activa. Todo lugar de mediana importancia sirve de paso a otros, y la calle Real de los pueblos más solitarios se ve casi diariamente recorrida por ruidosos vehículos que transportan viajeros, que los matan si es preciso, pero que al fin y al cabo los llevan. Por la calle central de Santillana no se va a ninguna parte más que a ella misma. Nadie podrá decir: «He visto a Santillana de paso». Para verla es preciso visitarla.
Los habitantes mejor situados de esta venerable villa muerta, son las monjas. Ellas desde las desvencijadas ventanas de los dos grandes conventos construidos hace dos siglos á la derecha del camino, cuando se baja al campo de Revolgo, atisban a todo el que pasa, y aunque vaya a Santillana, no se les escapa. Disfrutan de ameno paisaje, aunque no espacioso, y de la grata compañía de hermosos árboles y frescas praderas. Aquellas pobres ascetas, arrojadas las más de los secularizados conventos de la provincia, son los únicos vecinos de Santillana que ven cielo, árboles, la incomparable perspectiva de los suelos verdes y frescos, colinas, campo, una lontananza que hace veces de horizonte, y sobre todo pasajeros.

Allí están las picaras, detrás de su falaz reja. Desde que el torno del coche produce, al bajar la cuesta, el áspero rumor de la rueda sujeta, ya no estamos seguros. La negra pupila de la monja nos ha visto, nos ha contado: ya se sabe en todo el convento de Regina Coeli ó de San Ildefonso cuántos somos, y si alguno de nosotros lleva en el traje o en cualquier otra parte de su persona particularidades dignas de ser notadas y comentadas por la comunidad.
Sírvanos de amparo la mirada de las vírgenes del Señor para penetrar en la villa difunta. Es preciso dejar el coche á la entrada, no sólo porque aquí no hay longitudes fatigosas, sino porque no fueron empedradas estas calles, en la creencia de que algún día hubiera carruajes en el mundo. Entramos y las históricas casas detienen nuestro paso, nos dan una especie de quiém vive, nos miran con sus negros balconcillos soñolientos, medio cortados, medio abiertos, fruncen el negro alero podrido, y parece que la enorme pared berrugosa se inclina en ceremoniosa y lenta cortesía. Nuestro estupor aumenta, cuando mirando a todos lados advertimos un fenómeno rarísimo, y que no se observa ni al visitar los pueblos más muertos. No se ve gente. No hay nadie. Nadie nos mira, nadie nos sigue, y el roñoso gozne de la ventana secular no gime lastimero abriéndose para dar paso á un semblante humano. Todo es soledad, un silencio como el del sepulcro, o mejor, como el del campo. Ni paso de hombre ni de bruto turba el sosiego majestuoso que rodea aquellas venerables casas. Allí, como entre cartujos, todo se dice con la expresión de la fisonomía; nada se habla.
Ningupa puerta antigua se parece a estas puertas; ningún ventanucho ojivo, ningún giboso balcón ni tuerto tragaluz se parece a los huecos de estas viviendas, cuya fisonomía es completamente extraña a los tiempos presentes. Los siglos no han mudado nada, ni puesto en mano remendona parte ninguna de los destartalados edificios. Los habitantes de ellos no pueden ser como nosotros, y de seguro, si no les vemos en el momento presente, es porque han ido de fiesta y volverán de súbito mostrándonos sus avellanados rostros dentro de las golillas, y pasando casi a saltos y cuidadosamente de piedra en piedra para no mancharse de barro las enjutas piernas con calzas negras.
Hay casas pequeñitas cuyo techo parece estar al alcance de nuestra mano; otras grandes que se estiran manifestando cierta finchada animadversión al vernos pasar. Unas esconden su fealdad en un ángulo; otras ventrudas y derrengadas, apoyándose en podridos puntales, salen y estorban como el tullido con muletas que pide una limosna. Las hay que muestran el vanidoso escudo ocupando media fachada; las hay que muellemente se reclinan sobre su vecina. Quitándole a aquélla el peso de una teja, daría con su cansado cuerpo en tierra; esta otra, por el contrario, muestra en sus hermosos sillares gran confianza de sí misma, y su curtido rostro expresa vanidoso convencimiento de remojarse en las aguas del venidero siglo.

A todas les ha salido el musgo de tal manera, que parecen vestidas de una piel verdinegra. En las junturas y en los desperfectos variadas especies vegetales muestran su pomposa lozanía. A trozos vése interrumpida la hilera de habitaciones por tapias de huertas en que el musgo es resbaladizo y fino, como el más fino terciopelo. Ejércitos de helechos en fila coronan el muro de un extremo a otro, y moviéndose a compás a impulsos del viento, parece que corren. Una higuera extiende sus brazos hasta media calle, cual si quisiera decir algo con suplicante ademán al transeúnte. En otra parte vése en lugar de puerta, un gran arco de fábrica, por el cual un arroyo se mete tranquilo y sin bulla dentro de la masa de edificios, perdiéndose en laberintos oscuros, a cuyo extremo se alcanza á ver la indecisa claridad del hueco por donde sale al campo. Sobre aquel río se alza una vivienda misteriosa, toda negra, toda húmeda; tan vieja, que los reinos de la naturaleza se han confundido, y no se sabe lo que es liquen, lo que es piedra, lo que es viga, lo que es hierro. Llénala, al punto que la ve, la incitada fantasía de novelescas historias; que no hay torreón sin duende. Pregúntale su abolengo el número de horas que han transcurrido suavemente desde el primer día de su existencia, y el número de vidas que se han sucedido en su recinto, como las leves ondas del pequeño río que van pasando y perdiéndose la una en la otra.

El aldabón se mueve y llama; retumba la bóveda del portal como una respuesta soñolienta; ábrese una ventana y las vigas de la escalera crujen; suenan pisadas de inquietos corceles, ladridos de perros cuyo lenguaje no parece igual al de los perros de nuestro siglo; óyense preguntas y respuestas en las cuales se destaca el majestuoso asonante del Romancero. En la penumbra gallardas plumas negras se mecen sobre las cabezas y entre las voces se siente sonajeras de espuelas y roce de rechinantes conteras contra el suelo. Las capas oscuras parecen sombras que entran y salen. Una luz macilenta, por hermoso brazo sustentada, alumbra de improviso colores más vivos, y los bruñidos petos lanzan plateados reflejos. Las voces, las luces se van extinguiendo al fin. Descansan los caballos, cesan de chillar las viejas maderas de la escalera, se pierden los pasos, á lo lejos golpean algunas puertas, gruñen en vez de ladrar los perros, desaparece la luz, piérdense en absoluta oscuridad plumas y capas, y todo cae en profundo sosiego. Poco después de toda aquella algazara no queda más que la vibrante palabra diatónica del sapo, un asqueroso hablador de la húmeda noche, que perennemente está haciendo su pregunta sin que nadie le conteste.

Defendámonos contra la fantasmagoría. ¡Atrás, sombras vanas, imágenes absurdas! No nos dejaremos fascinar; lucharemos contra la ilusión hasta vencerla y poner sobre sus destrozados restos el orgulloso pabellón de la realidad. Si es de día, ¿a qué vienen esas sombras, donde se mecen gallardas plumas? ¿De qué rincón han salido esos vagabundos que hablan en romance ? Abajo, la leyenda y reine la vigilante observación, que todo lo mide y a cada objeto le da su color y a cada boca su palabra.

Por fin vemos gente. Un aldeano pasa y nos saluda con la grave urbanidad del montañés que no se ha depravado en el muelle de Santander o en las minas de Riocín. Por la calle de las Lindas bajan dos muchachas, que nos miran y luego hablan entre sí, cementando nuestra vista á Santillana. Al fin, entre tanto caserón viejo, entre tanta puerta corroída, divisamos un establecimiento moderno. Parece que se oye un alto brutal. La impresión es fuerte, porque se había perdido la noción de la perspectiva a la moderna y el ánimo no estaba preparado para transición tan brusca. Mas no hay que asustarse: aquel establecimiento flamante es la botica, y su pórtico hállase pintado de blanco con gallardos ramitos azules que le dan muy buen ver. En la puerta, varios jóvenes de la población entretienen las inacabables horas de Santillana hablando de política o de los toros de Santander ó de las menudas historias de la villa. Y que hay todavóa historias en Santillana, pueblo de tantas grandezas, no podemos dudarlo ya desde que hemos visto que hay gente.